En la casa de su hermano mayor, y bajo su atenta mirada, celebrará la fiesta, el destino ha unido a los hijos del trueno, de dos gubias sevillanas, bajo el mismo techo. Durante los días que separan cada veintisiete de diciembre aguarda en la capilla de la santa sin ojos señalándonos que a Cristo por María.
Hace ya que le quitaron la palma el viernes, no era el día para ello, ahora conduce a la comitiva como heredero del legado más precioso que recibió de Cristo moribundo, haciéndole entrega del amor más grande que tuvo en la tierra: su Santísima Madre, “Mujer, he ahí a tu hijo” (Jn. 19, 26) a quien, desde entonces, miró como Madre suya, “He ahí a tu madre” (Jn. 19, 27).
Unos jóvenes me hicieron un hermoso regalo por este día de hace ya seis años, proclamar las virtudes del Discípulo Amado y Predilecto, del que dio testimonio del Verbo hecho Carne, del águila que con su primer aleteo se eleva en el prólogo de su Evangelio. Desde entonces he querido, sin poderlo, ser yo discípulo suyo, y llegado el día perderme en su búsqueda hasta encontrarlo y créanme que siempre lo hallo en el mismo sito, en la casa que lleva el nombre de su hermano.
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